Hablando con mi admirado y buen amigo Alberto Benzaquen, hace unos días, disertábamos sobre la justicia. Me comentaba, antes mis dudas, que si ya no podíamos creer en la justicia, como garante de un estado de derecho, pues “apaga y vámonos”.
No me cabe ninguna duda, que así debería ser, pero si que tengo serias dudas, sobre si lo es. Y, le argumentaba mi incertidumbre, sobre algo tan simple y tan real, como aquello de quien me garantiza a mí, que el señor magistrado, que instruye o juzga mi caso, mi demanda, propia o recibida, por mor de no se que extraño poder espiritual, bajado del cielo, deja sus frustraciones, o para no ser tan ácida, deja sus sentimientos, sus predilecciones, inclinaciones, gustos y demás, colgado en la silla del ropero, en el mismo lugar de donde recogía su toga de autoridad por encima del bien y del mal. Todos somos carne y ya sabemos que la carne es débil. Por un sencillo ejercicio de empatía, me pongo en la piel de un magistrado y me veo sentada y revestida de justo prócer y en frente, en el banquillo del demandante o demandado, al plumilla, al cappo, al barrilitos o al porrillas que me puso una multa ayer, dejando sin denunciar al resto de los vehículos, igualmente mal aparcados, lo reconozco, que no se porque extraña decisión, aunque lo sospecho, solo decidió denunciar el mío.
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